LA MOSCA & EL MERCADO / PRESENTACIÓN






Hicimos "La Mosca & El Mercado" allá por el 2000, 2001.
Teníamos entonces la inconciencia de la aventura y los sabores del riesgo, y la falta absoluta de planes como timón de tormenta.
Teníamos entonces la guerra a flor de piel, y anunciábamos con estridencia revoluciones que nunca llegarían.
Hablábamos de cosas inmediatas, sin saber que acaso repetíamos un mandato quejumbroso y tanguero de una época lanzada hacia su límite. Amigos que bardeaban de pólitica y moral con aforismos nietzscheanos y preocupaciones vagas.
Ahora tenemos -inexorablemente- unos cuantos años más, y muchas canas más, y la extraña sensación de que esos años se desvanecieron sin sentido, perdidos en intentos de nada sobre nada y hacia nada.
Si sólo resguardáramos hechos, noticias, fragmentos del olvido, simples nociones de inmediatez, podríamos decir, con verdad: pasaron tantas cosas desde entonces...
Si sólo resguardáramos hechos, simples nociones superficiales encadenadas a impulsos primitivos de certezas, podríamos entonces registrar nuestras inmóviles estatuas de sal: las asambleas barriales y aquellas tardes de domingo en Parque Centenario (¿te acordás?), Duhalde, el corralito, los golpes con martillos de los viejos frente a los bancos blindados, el puto de Rodríguez Sáa, el default, el riesgo-país, las colas frente a las embajadas, los cinco presidentes en una semana, el tres por uno, y al final Javier asomándose a una política que yo no entendía, y yo escondiéndome en aquella pensión de Seguí para salvar el esqueleto, con poca guita en el bolsillo y los pibes aquellos con los que salvamos las pocas viejas estructuras que por todas partes ya venían cayéndose a pedazos, y con ellas salvar de la deriva mis sentidos más profundos, más ocultos, más míos.
Y después Luján nuevamente, y la historia gota a gota, soneto por soneto, piedra por piedra, escape por escape, y el barco enfilado hacia un rumbo distante y extraño, tripulado por el fuego de aquella piba de Mercedes...
Entonces (creo) éramos más serios que ahora, y menos dolidos.
Todavía no habíamos sido capturados por la aliteración obscena de los mensajes de texto del sin-espacio y el sin-tiempo, ni por la resignación cobarde del enjaulado. Internet no era aún para nosotros este mandato ordenador de nuestras grietas y nuestros descontentos.
La mayoría de los amigos de entonces se perdieron en un limbo.
Las últimas noticias de la derrota siguieron su marcha, infructuosas, incesantes, girando alrededor de los mismos abismos, incólumes, haciendo de cuenta que nada pasaba, que todo era normal y cotidiano. Afganistán, Irak, Al Qaeda, Blumberg, Tinelli, Bush, Guantánamo, Bin Laden, Duhalde, el codificado de los domingos, Clarín y Telenoche... todo con la misma cara de póker de los presentadores de los noticieros y los vecinos de tu cuadra.
Pasaron siete años como siete letanías, y siempre intentando (sin ganas) volver a editar aquella revista, aquel jolgorio de quejas, aquellas pastillas contra el aburrimiento...
Entonces teníamos ganas, desconfianza, vanidad, carácter.
Nos enorgullecimos entonces con cada gesto, con cada palabra de aliento, con cada aceptación.
Ahora tenemos más certezas, o acaso las mismas más hondas, más altas, más claras.
Entonces teníamos la decisión y el tiempo. Podíamos esperar, podíamos esperar a des-esperarnos.
Ahora el hielo de esta congeladora comenzó a descongelarse.










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10 diciembre, 2010

Deshechos


Por Sandra Russo


Veámoslo así: hay algo de confesional en los dos bandos, aunque uno de ellos no sabe exactamente cuál es el nombre de su fe, y el otro no es exactamente un bando, sino un espectro que de pronto toma cuerpo y ataca. El mundo occidental cree ciegamente en una deidad que a veces invoca bajo el nombre de libertad, pero cuya filiación es siamesa del mercado. Occidente desespera ante enemigos que encarnan de una manera cada vez más tajante Lo Extraño y Lo Otro. No tiene reflejos para enfrentarse a una identidad fantasmática que acecha desde las sombras y parece solidificarse cada vez más ante las opciones líquidas que ofrece el modo de vida norteamericano o europeo. Si hay una guerra, Occidente la ganaría. Pero lo que asoma no es una guerra convencional: se parece más bien a la irrupción de un malestar constante, a un estado aletargado de amenaza. De Oriente viene una lógica desconocida, enloquecedora. El Islam logra captar muchachos que gozaron desde su nacimiento de todos los beneficios de la vida moderna occidental. Los capta y los empuja a inmolarse porque, por algún resquicio, por alguna ranura que los occidentales no logran detectar, se cuelan el odio y el resentimiento, pero también el desprecio. Esos muchachos, que hasta hace muy poco tiempo pronunciaban la palabra “nosotros” para referirse a sus compañeros de clase o de equipo de fútbol, fueron persuadidos, de alguna extraña manera -esa manera, por lo misteriosa e ininteligible, es lo que más inquieta-, de sentirse miembros de “otro nosotros”. Los dos bandos fabrican terror. Lo de Londres está fresco. En los últimos dos años, murieron 25.000 civiles iraquíes.

Hace treinta años, algunas corrientes sociológicas analizaban las diferentes formas que iba adquiriendo el “nosotros” occidental. Richard Sennet advertía que, tras el advenimiento de la modernidad, se reemplazó la antigua “identidad compartida” por los más pragmáticos “intereses compartidos”. Los rasgos que antes unían a la gente mediante vínculos fraternos derivados de alguna identidad nacional o racial fueron sustituidos por otros que surgieron de lo que se llamó “mixofobia”: la búsqueda maníaca de semejantes muy semejantes. Los occidentales empezaron a sentir un miedo demasiado fuerte hacia lo diferente -a punto tal que, desinvestidos de su humanidad, los diferentes requirieron la creación y la defensa de sus “derechos humanos”-, y dieron rienda suelta a sentimientos comunitarios fragmentados. La comunidad empezó a ser cada vez más pequeña: fue la del club, la del barrio, la del country, la del consorcio.

Mientras tanto, allí lejos, ¿qué pasaba? En los basureros territoriales, ¿qué pasaba? “Desde sus comienzos, la modernidad produjo y siguió produciendo enormes cantidades de sobrantes humanos”, escribió el sociólogo Zigmunt Bauman. Fue en dos ramas específicas que brotaron esos sobrantes sacrificables: primero, en la producción y reproducción del orden social. Todo orden es selectivo y exige segregación y exclusión. Después, en el progreso económico, que “en un determinado momento exige la invalidación, el desmantelamiento y la eventual aniquilación de ciertos modos de vida y de subsistencia del ser humano, ya que no pueden ni podrían alcanzar los crecientes estándares de productividad y rentabilidad”. Los sobrantes humanos de la modernidad fueron recolocados. Huestes de refugiados en todo el mundo pueden dar cuenta de eso. “La industria de la eliminación de desechos humanos” originó oleadas de migraciones legales e ilegales que Occidente toleró, aunque a regañadientes, porque eso le servía para mantener cerrada la olla a presión que significan esos sobrantes que el progreso económico occidental va creando con su propia dinámica. Esa industria de eliminación de desechos es la que ha entrado en crisis ahora. Hay una parte del mundo tan pobre y territorios tan indeseables que los bárbaros han empezado a corroer los intestinos del imperio.

En junio de 2002, los Estados Unidos anunciaron el arresto de un sospechoso de pertenecer a Al Quaida, que se había plegado a la red terrorista a su regreso de un viaje a Pakistán. Se trataba de un ciudadano norteamericano, José Padilla, que se había convertido al islamismo y había adoptado una nueva identidad, la de Abdullah al Mujahir. Había sido instruido para fabricar “bombas sucias” que eran “pavorosamente fáciles de armar” con explosivos convencionales. En su momento, el personaje PadillaAbdullah resultó funcional a los requerimientos de la seguridad interior norteamericana: agitó el fantasma de que la hospitalidad ofrecida a los extranjeros era una trampa cazabobos, hizo emerger un nuevo “sujeto peligroso”: el norteamericano reciente que, pudiendo ser “uno de los nuestros”, elige ser “otro, extranjero perenne, enemigo”. El caso Padilla-Abdullah fue inmediatamente silenciado. “Bombas sucias” que se arman de un modo “pavorosamente fácil” no eran un objetivo que permitiera defender en el Congreso un escudo antimisiles multimillonario, y enemigos de entrecasa que despreciaban el modo de vida norteamericano no contribuían a reforzar la idea de ir hasta Irak a aplastar las cuevas terroristas.

Cuando se supo, la semana pasada, que algunos de los responsables de los atentados de Londres eran ciudadanos británicos de ascendencia paquistaní, ciudadanos aparentemente integrados, con trabajo, de clase media y sin antecedentes, una zozobra debe haber recorrido las mentes de los dirigentes del aspaventosamente llamado “Eje del bien”: ey, muchachos, esto hay que pensarlo todo de nuevo, somos una vacuna homeopática al revés, generamos nuestras propias bacterias letales, los tenemos metidos en nuestros barrios, sus hijos son amigos de los nuestros, les hemos dado nuestras sobras, han bebido de nuestra mano y nos devuelven una mochila cargada con explosivos.

La cultura de mercado, que crece a expensas de reducir al resto del planeta a simples basureros territoriales y humanos, desfallece bajo la repentina certeza de que no hay nada más temible que un enemigo al que le ha sido concedida una vida que no vale la pena de ser vivida.

Alguien dijo una vez que el sistema económico occidental es una serpiente que inevitablemente alguna vez se morderá la cola. Ya la mordió.

[Publicado en la Contratapa de Página12 el 23/07/2005 - Derechos reservados]




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