Luis Nápoli presentó el pasado sábado 12 de marzo de 2011 su cuarto libro: "Italia, tierra de mis ancestros" en la Asociación Cultural y Biblioteca Ameghino de Luján, ante gran concurrencia, y junto a una muestra retrospectiva de su obra pictórica. Nuevamente, como en su libro anterior "Pinceladas Lujaneras II", me solicitó que lo presente, con una breve reseña del libro. Y nuevamente, claro, fue un gran honor para mí. Acá está el texto que leí esa noche, y algunas imágenes del evento.
Buenas noches.
Porque, a diferencia de los libros anteriores de Luis, que son esencialmente libros de relatos, de anécdotas, de recuerdos contados de manera campechana y profundamente sincera, este nuevo libro que Luis presenta hoy se trata, ni más ni menos, que del primer libro-artístico o libro-arte publicado por un lujanense aquí en Luján. No recuerdo (quizá haya aquí algún memorioso que pueda ayudarme) que en Luján se haya hecho y presentado un libro como éste, donde cada uno de sus ejemplares se acompaña con veinte postales de primerísima calidad de impresión, y, más que un libro destinado a las lecturas pasivas y a las bibliotecas, es un objeto artístico que se vive, se comparte, se toca, se huele, se intercambia, se colecciona y se disfruta. Es un libro decididamente hecho para la contemplación y, en definitiva, para el regocijo de los sentidos.
Y digo que era un problema porque pensé que yo no encontraría las palabras adecuadas para una presentación a la altura de este libro. Y no por que me falten palabras habitualmente sino por una cuestión que en principio era estética y hasta ideológica. Y es que a mí siempre me pareció que este tipo de obras, este tipo de libro artístico, se circunscribía dentro de ese concepto de arte elitista, arte para pocos, arte “culto”, arte “cultivado”, donde la “cultura” es aquello que debe rendir pleitesía, deber rendir “culto”, precisamente, a la pertenencia a unas minorías ilustradas, al arte como mero concepto abstracto, que se sostiene y se agasaja a sí mismo y no tiene contacto alguno con la realidad, realidad que, para ése tipo de arte, es siempre profana y no suele entender de sus cosas exclusivas; realidad que, por lo tanto, no participa de este “culto”, de esta “cultura” y suele permanecer “o-culta”.
El problema con el que yo temía encontrarme era, en fin, el mismo que está clara y perfectamente expresado en aquel famoso poema breve de Bertolt Brecht:
“¿Quién construyó Tebas, la de las siete puertas?
Así que, ya ven, lejos como estoy yo de profesar ésas ideas sobre el arte culto (porque creo en la posibilidad de un arte que también se viva, se comparta, se toque, se huela, se intercambie, se coleccione y se disfrute), pensé entonces que no sería la persona adecuada, esta vez, para presentar este objeto de arte que hablaría, seguramente, de ideas abstractas, de viajes inaccesibles o de pretenciosos conceptos imperativos, morales y filosóficos.
Claro, todavía no había leído el libro. Y reconozco ahora que mi temor era un temor infundado. Porque Luis Nápoli ha sido siempre quien es, y no podía ser de ningún modo otra cosa.
Porque no hay aquí, en este libro, memorias de viajes como si fueran hazañas pasatistas o aventuras turísticas. Hay, en cambio, una casi desesperada búsqueda de encontrar las raíces, de comprenderlas, de volver a sentirlas y vivirlas, para reconocerlas y traerlas al presente.
No hay aquí, en este libro, profusión de ideas abstractas, ni mucho menos conceptos moralizantes. Hay realidad. Hay fragmentos de realidad tal cual suelen presentársenos: hechos de sabores, texturas, colores, aromas, sentimientos, nostalgias, dolores, encuentros, desencuentros, olvidos y felicidades fugaces. Hay por todas partes huellas de vida. Hay recetas de cocina y anécdotas dolorosas. Hay partidas y viajes y sueños y leyendas de pueblo y datos históricos verídicos o falaces, hay viejas costumbres que fueron cambiando y perdiéndose, y también las cosas comunes de la gente que nunca cambian ni nunca cambiarán. Aquí están los paisajes, las casas, los festejos y las miserias de la gente común, manifestándose a cada paso, a cada pincelada, en cada página. Hay, en este libro que habla de tierras lejanas y de tiempos lejanos, mucha vida: recuerdos y nostalgias, y las queribles imágenes de gente, como los antepasados de Luis, que se abrió paso por la vida luchando y creyendo. Casi como todos. Casi como ésa gente que nunca suele aparecer en los libros, y mucho menos en los libros artísticos.
Así que yo me había equivocado, y el problema no era tal. Ahora pienso, en honor a la verdad, que siempre, desde que lo conozco, es decir de toda mi vida, Luis Nápoli ha sido fiel, en cada uno de sus cuadros, de sus bocetos, de sus textos y, lo que es todavía más importante, en cada uno de sus días cotidianos, a una manera de ser y de expresarse donde jamás faltó, ni una sola vez, la presencia del hombre común, del laburante, del que ríe y sueña y sufre y suele expresarse con el arte verdadero de las herramientas y los conocimientos y los medios que la vida o la suerte le puso en sus manos, con mayor o menor fortuna. Ésa es la verdadera expresión del arte, y ése es el único arte verdadero.
En la región de Umbría, en el pueblito de Orvieto, cuenta el propio Luis en este libro que tocando las milenarias piedras grabadas por desconocidos escultores antiguos, no se cansaba de repetir, precisamente, que “el arte es la única verdad”.
Y créanme, porque seguro a ustedes también les pasará: cuando leí la receta de la “callia”, de ésos garbanzos cocidos y horneados que comían allá en la lejana, mítica Sicilia de los antepasados de Luis, yo me acordé de pronto, misteriosamente, de un aroma que hacía tanto tiempo que no sentía: el aroma aquel que había en la cocina de mi abuela, en San Andrés de Giles, hace tantos años.
Eso, amigos, es el arte de la gente común.
Porque este libro artístico que se presenta hoy dice, efectivamente, bellamente, con imágenes y con palabras, con sueños y con recuerdos, que esa gente sigue estando, sigue construyendo, todos los días, como antes, como hoy, como siempre, eso que los académicos llaman “la historia”, y que no es otra cosa que la vida manifestándose a cada paso, tratando de abrirse camino, y creando, siempre creando, igual, exactamente igual, a como ha vivido siempre, fiel a sus ancestros, toda su vida, el amigo Luis Nápoli.
Cuando Luis Nápoli me pidió hacer esto (que hago hoy aquí, ya por segunda vez, y nuevamente con muchas ganas y con un sentimiento de profunda gratitud por habérmelo nuevamente solicitado), ésto de presentar su cuarto libro “Italia, tierra de mis ancestros”, me encontré sin quererlo ante un problema, ante un problema que no era para nada desagradable, pero era un problema al fin.
Porque, a diferencia de los libros anteriores de Luis, que son esencialmente libros de relatos, de anécdotas, de recuerdos contados de manera campechana y profundamente sincera, este nuevo libro que Luis presenta hoy se trata, ni más ni menos, que del primer libro-artístico o libro-arte publicado por un lujanense aquí en Luján. No recuerdo (quizá haya aquí algún memorioso que pueda ayudarme) que en Luján se haya hecho y presentado un libro como éste, donde cada uno de sus ejemplares se acompaña con veinte postales de primerísima calidad de impresión, y, más que un libro destinado a las lecturas pasivas y a las bibliotecas, es un objeto artístico que se vive, se comparte, se toca, se huele, se intercambia, se colecciona y se disfruta. Es un libro decididamente hecho para la contemplación y, en definitiva, para el regocijo de los sentidos.
Y digo que era un problema porque pensé que yo no encontraría las palabras adecuadas para una presentación a la altura de este libro. Y no por que me falten palabras habitualmente sino por una cuestión que en principio era estética y hasta ideológica. Y es que a mí siempre me pareció que este tipo de obras, este tipo de libro artístico, se circunscribía dentro de ese concepto de arte elitista, arte para pocos, arte “culto”, arte “cultivado”, donde la “cultura” es aquello que debe rendir pleitesía, deber rendir “culto”, precisamente, a la pertenencia a unas minorías ilustradas, al arte como mero concepto abstracto, que se sostiene y se agasaja a sí mismo y no tiene contacto alguno con la realidad, realidad que, para ése tipo de arte, es siempre profana y no suele entender de sus cosas exclusivas; realidad que, por lo tanto, no participa de este “culto”, de esta “cultura” y suele permanecer “o-culta”.
El problema con el que yo temía encontrarme era, en fin, el mismo que está clara y perfectamente expresado en aquel famoso poema breve de Bertolt Brecht:
“¿Quién construyó Tebas, la de las siete puertas?
En los libros se mencionan los nombres de los reyes.
¿Acaso los reyes acarrearon las piedras?
Y Babilonia, tantas veces destruida,
¿Quién la construyó otras tantas? ¿En qué casas
de Lima, la resplandeciente de oro, vivían los albañiles?
¿Adónde fueron sus constructores la noche que terminaron la Muralla China?
Roma la magna está llena de arcos de triunfo.
¿Quién los construyó?
¿A quienes vencieron los Césares? Bizancio, tan loada,
¿Acaso sólo tenía palacios para sus habitantes?
Hasta en la legendaria Atlántida, la noche que fue devorada por el mar,
los que se ahogaban clamaban llamando a sus esclavos.
El joven Alejandro conquistó la India.
¿Él sólo?
César venció a los galos;
¿no lo acompañaba siquiera un cocinero?
Felipe de España lloró cuando se hundió su flota,
¿Nadie más lloraría?
Federico Segundo venció en la Guerra de Siete Años,
¿Quién más venció?
Cada página una victoria
¿Quién guisó el banquete del triunfo?
Cada década un gran personaje.
¿Quién pagaba los gastos?
¿Quién pagaba los gastos?
Tantos informes,
tantas preguntas.”
Así que, ya ven, lejos como estoy yo de profesar ésas ideas sobre el arte culto (porque creo en la posibilidad de un arte que también se viva, se comparta, se toque, se huela, se intercambie, se coleccione y se disfrute), pensé entonces que no sería la persona adecuada, esta vez, para presentar este objeto de arte que hablaría, seguramente, de ideas abstractas, de viajes inaccesibles o de pretenciosos conceptos imperativos, morales y filosóficos.
Claro, todavía no había leído el libro. Y reconozco ahora que mi temor era un temor infundado. Porque Luis Nápoli ha sido siempre quien es, y no podía ser de ningún modo otra cosa.
Porque no hay aquí, en este libro, memorias de viajes como si fueran hazañas pasatistas o aventuras turísticas. Hay, en cambio, una casi desesperada búsqueda de encontrar las raíces, de comprenderlas, de volver a sentirlas y vivirlas, para reconocerlas y traerlas al presente.
No hay aquí, en este libro, profusión de ideas abstractas, ni mucho menos conceptos moralizantes. Hay realidad. Hay fragmentos de realidad tal cual suelen presentársenos: hechos de sabores, texturas, colores, aromas, sentimientos, nostalgias, dolores, encuentros, desencuentros, olvidos y felicidades fugaces. Hay por todas partes huellas de vida. Hay recetas de cocina y anécdotas dolorosas. Hay partidas y viajes y sueños y leyendas de pueblo y datos históricos verídicos o falaces, hay viejas costumbres que fueron cambiando y perdiéndose, y también las cosas comunes de la gente que nunca cambian ni nunca cambiarán. Aquí están los paisajes, las casas, los festejos y las miserias de la gente común, manifestándose a cada paso, a cada pincelada, en cada página. Hay, en este libro que habla de tierras lejanas y de tiempos lejanos, mucha vida: recuerdos y nostalgias, y las queribles imágenes de gente, como los antepasados de Luis, que se abrió paso por la vida luchando y creyendo. Casi como todos. Casi como ésa gente que nunca suele aparecer en los libros, y mucho menos en los libros artísticos.
Así que yo me había equivocado, y el problema no era tal. Ahora pienso, en honor a la verdad, que siempre, desde que lo conozco, es decir de toda mi vida, Luis Nápoli ha sido fiel, en cada uno de sus cuadros, de sus bocetos, de sus textos y, lo que es todavía más importante, en cada uno de sus días cotidianos, a una manera de ser y de expresarse donde jamás faltó, ni una sola vez, la presencia del hombre común, del laburante, del que ríe y sueña y sufre y suele expresarse con el arte verdadero de las herramientas y los conocimientos y los medios que la vida o la suerte le puso en sus manos, con mayor o menor fortuna. Ésa es la verdadera expresión del arte, y ése es el único arte verdadero.
En la región de Umbría, en el pueblito de Orvieto, cuenta el propio Luis en este libro que tocando las milenarias piedras grabadas por desconocidos escultores antiguos, no se cansaba de repetir, precisamente, que “el arte es la única verdad”.
Y créanme, porque seguro a ustedes también les pasará: cuando leí la receta de la “callia”, de ésos garbanzos cocidos y horneados que comían allá en la lejana, mítica Sicilia de los antepasados de Luis, yo me acordé de pronto, misteriosamente, de un aroma que hacía tanto tiempo que no sentía: el aroma aquel que había en la cocina de mi abuela, en San Andrés de Giles, hace tantos años.
Eso, amigos, es el arte de la gente común.
Porque este libro artístico que se presenta hoy dice, efectivamente, bellamente, con imágenes y con palabras, con sueños y con recuerdos, que esa gente sigue estando, sigue construyendo, todos los días, como antes, como hoy, como siempre, eso que los académicos llaman “la historia”, y que no es otra cosa que la vida manifestándose a cada paso, tratando de abrirse camino, y creando, siempre creando, igual, exactamente igual, a como ha vivido siempre, fiel a sus ancestros, toda su vida, el amigo Luis Nápoli.
Eduardo Spalletta, marzo 2011.-
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